Hay veces en que la hinchada tiene que
volver, reencontrarse y volver a vivir las alegrías que alguna vez se vivieron
en los pelados pastos de aquella Granja desgastada por años de miseria y
sacrificio, pero pese a todo, quizás los años más lindos que recuerde el hincha
del tablón, ese hincha de tablón de madera, de los verdaderos, de los que
alguna vez se cargaron de ilusiones baratas que no iban más allá que ver el
estadio lleno, ante una realidad que mostraba al Curi como un “circo pobre”,
donde quien estaba en la boletería era el mismo que te cortaba el ticket
reciclado de algún campeonato de unos años antes, que por supuesto pasó sin
penas ni glorias como siempre.
Menos de un metro veinte no paga, y si
son cinco, “paguen dos entradas más que sea”, si al fin y al cabo la función
debía comenzar, y si son treinta o cinco mil da lo mismo, se juega igual. Claro
estaba que el comprometido Mario Muñoz, la incomparable Edith, los chascones de
la esquina, Don “Nica”, “Papito Papá”, Pedro Alamiro y uno que otro curioso
presenciaría lo que probablemente sería una derrota, pese a todo el aguante que
aquellos deportistas que vistieron la Albirroja pondrían en la cancha por darle
una alegría a esos treinta. Su recompensa por vestir estos colores la tendrían
con el cariñoso aplauso de aquellos furibundos espectadores, un pan con
mortadela (de la fina), un Kapo y seguramente un “muchas gracias”.
Pese a todo lo adverso del panorama,
esos treinta fueron soñadores, pero de los soñadores buenos, de los que si
creen que esas ilusiones se pueden cumplir, aunque por dentro saben que la
imposibilidad de cumplirlos predomina dentro del alma. Capaces de luchar ante
todo y todos, incluida una ciudad que fue castigadora con una institución que
nunca mereció cargar la cruz de quienes intentaron enlodarlo con su codicia.
No podía morir, no porque tuviese
siete vidas, sino simplemente porque era Curicó Unido, institución joven pero
insigne, no por sus títulos ni coronas, no por su fútbol brillante ni su
estadio de lujo. Era Curicó Unido, el mismo que años más tarde coparía canchas
y teñiría de blanco y rojo el Cerro Condell con los miles que quedaron fuera
por no poder conseguir una entrada en la preventa. El Curicó Unido que cual
Fénix, renació desde la máxima miseria que enfrentaba el amateurismo, pero
renació con esa gente linda que domingo a domingo se encontraba en la cancha y
se abrazaba de forma inercial con el desconocido vecino de tablón para gritar
un apretado gol sobre la hora.
Lindos momentos, “empañados” por un
descenso que para muchos pasa al anecdotario de una vida eterna junto al Curi,
una vida que continúa más allá de los resultados o la división, una vida teñida
con los tintes que nos distinguen; una vida que no quiere separarnos y nos pide
a gritos que perseveremos, que ahora es cuando, en estos momentos grises y que
todos juntos podremos llenar de color no solo con triunfos, sino con esa
mística que se extraña y que de a poco recuperaremos volviendo a sentir lo
hermoso, lo apasionado, lo excitante e incomparable que nos resulta a todos ser
hinchas del siempre Glorioso Curicó Unido.
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